Eduardo Mateo a 19 años de su muerte
Su música, lo que conocemos, es tan fascinante como su vida, lo que aún no terminamos de conocer. Aunque tal vez –en este último aspecto- no sea cuestión de conocimiento, sino de comprensión.
Por Diego Sebastián Maga
Ocurre que caemos -con penosa insistencia- en la obsesión por el hombre antes que por el artista. Así es como intentamos ver en profundidad su costado “ordinario” (la del tipo que hacía caca y pis como cualquiera de nosotros) y vemos superficialmente su costado “extraordinario” (la del tipo que creó como ninguno de nosotros podrá).
Desde que tengo uso de razón, se ha gastado saliva, papel y tinta intentado “etiquetar” la peripecia vital de Eduardo Mateo. Un ser humano que –como cualquiera en la tierra- fue contradictorio pero que, a diferencia de la mayoría, fue absolutamente coherente con su pasión: la música.
Música que, como todo arte, es búsqueda y él jamás renunció a buscar; estuviera donde estuviera y estuviese como estuviese: vagando por la calle o en un estudio de grabación; comiendo salteado o ni siquiera eso; drogado o sobrio; sólo o acompañado; místico o terrenal; sereno o irritado; concreto o pirado; con unos mangos en el bolsillo o pidiendo prestado…
Sinceramente, quisiera que antes de obsesionarnos con explicar sus conductas o intentar descifrar los enigmas ocultos en su laberíntica personalidad, buscásemos en la repisa algún disco suyo. Seguro que al escuchar canciones como “Y hoy te ví”, “Cuerpo y alma”, “El candombe de Ana”, “Jacinta”, “Príncipe Azul”, “Yulelé” o la que quieran, “la razón” se rinde ante “el sentido” y terminamos por aceptar que la obra de Mateo es mágica. Y “la magia” es inexplicable o no necesita de explicaciones…
Más allá de los contextos, Mateo orbitó sobre lo que siempre lo apasionó y así se convirtió en un vanguardista. Un “vanguardista” que pagó el “alto precio” que tienen que pagar aquellos que se adelantan a su tiempo: la indiferencia y la incomprensión.
Motivo por el cual, lo que antes se calificó de “locura inexplicable” o “capricho inaudito”, es –hoy en día- la “llave maestra” con la que un sin fin de músicos pudieron abrir (en los 19 años que sucedieron a su muerte), todas las puertas que estaban cerradas en esta casa de todos que es la MPU.
Una vez que estas “puertas expresivas” se fueron abriendo, las fusiones y confusiones de géneros se produjeron con la naturalidad que él había tenido antes para componer sin importarle la indiferencia o la condena de quienes insistían en tildarlo de “loco incorregible”.
En sus “juegos iniciáticos” con “El Kinto” (junto a Ruben Rada), en sus tiempos de solista y sus colaboraciones con otros compositores (como Fernando Cabrera), Mateo fusionó con naturalidad las estéticas que lo sensibilizaban: rock, pop, “bossa nova”, candombe… Adquiriendo una riqueza de matices y un vuelo conceptual (sobre todo cuando la poética se impregnó con sus “mambos místicos”), que recién ahora consigue “unanimidades”. Ahora resulta que “el loquito suelto” se volvió un “genio”. En realidad deberíamos admitir que el “cambio” no se produjo en él sino en los demás. El jamás dejó de ser un músico genial; los que sí dejamos de ser “necios” fuimos el resto de los uruguayos que lo “ninguneamos”. La genialidad de Mateo sigue siendo inmodificable. Como ayer, hoy y mañana.
En pleno Siglo XXI nadie duda que lo suyo fue una revolución. Una de esas “revoluciones” que necesitan del futuro para salir victoriosas.
Actualmente, el “Gen Mateo” se distingue en las obras más consistentes de la música nacional. Aquella exploración sin concesiones que desató en su mente y su guitarra (desde fines del sesenta), recién conocería sus secuelas más impactantes décadas después.
Cada día que pasa, descubrimos que este “padre del candombe beat” tiene más hijos.
Su música, lo que conocemos, es tan fascinante como su vida, lo que aún no terminamos de conocer. Aunque tal vez –en este último aspecto- no sea cuestión de conocimiento, sino de comprensión.
Por Diego Sebastián Maga
Ocurre que caemos -con penosa insistencia- en la obsesión por el hombre antes que por el artista. Así es como intentamos ver en profundidad su costado “ordinario” (la del tipo que hacía caca y pis como cualquiera de nosotros) y vemos superficialmente su costado “extraordinario” (la del tipo que creó como ninguno de nosotros podrá).
Desde que tengo uso de razón, se ha gastado saliva, papel y tinta intentado “etiquetar” la peripecia vital de Eduardo Mateo. Un ser humano que –como cualquiera en la tierra- fue contradictorio pero que, a diferencia de la mayoría, fue absolutamente coherente con su pasión: la música.
Música que, como todo arte, es búsqueda y él jamás renunció a buscar; estuviera donde estuviera y estuviese como estuviese: vagando por la calle o en un estudio de grabación; comiendo salteado o ni siquiera eso; drogado o sobrio; sólo o acompañado; místico o terrenal; sereno o irritado; concreto o pirado; con unos mangos en el bolsillo o pidiendo prestado…
Sinceramente, quisiera que antes de obsesionarnos con explicar sus conductas o intentar descifrar los enigmas ocultos en su laberíntica personalidad, buscásemos en la repisa algún disco suyo. Seguro que al escuchar canciones como “Y hoy te ví”, “Cuerpo y alma”, “El candombe de Ana”, “Jacinta”, “Príncipe Azul”, “Yulelé” o la que quieran, “la razón” se rinde ante “el sentido” y terminamos por aceptar que la obra de Mateo es mágica. Y “la magia” es inexplicable o no necesita de explicaciones…
Más allá de los contextos, Mateo orbitó sobre lo que siempre lo apasionó y así se convirtió en un vanguardista. Un “vanguardista” que pagó el “alto precio” que tienen que pagar aquellos que se adelantan a su tiempo: la indiferencia y la incomprensión.
Motivo por el cual, lo que antes se calificó de “locura inexplicable” o “capricho inaudito”, es –hoy en día- la “llave maestra” con la que un sin fin de músicos pudieron abrir (en los 19 años que sucedieron a su muerte), todas las puertas que estaban cerradas en esta casa de todos que es la MPU.
Una vez que estas “puertas expresivas” se fueron abriendo, las fusiones y confusiones de géneros se produjeron con la naturalidad que él había tenido antes para componer sin importarle la indiferencia o la condena de quienes insistían en tildarlo de “loco incorregible”.
En sus “juegos iniciáticos” con “El Kinto” (junto a Ruben Rada), en sus tiempos de solista y sus colaboraciones con otros compositores (como Fernando Cabrera), Mateo fusionó con naturalidad las estéticas que lo sensibilizaban: rock, pop, “bossa nova”, candombe… Adquiriendo una riqueza de matices y un vuelo conceptual (sobre todo cuando la poética se impregnó con sus “mambos místicos”), que recién ahora consigue “unanimidades”. Ahora resulta que “el loquito suelto” se volvió un “genio”. En realidad deberíamos admitir que el “cambio” no se produjo en él sino en los demás. El jamás dejó de ser un músico genial; los que sí dejamos de ser “necios” fuimos el resto de los uruguayos que lo “ninguneamos”. La genialidad de Mateo sigue siendo inmodificable. Como ayer, hoy y mañana.
En pleno Siglo XXI nadie duda que lo suyo fue una revolución. Una de esas “revoluciones” que necesitan del futuro para salir victoriosas.
Actualmente, el “Gen Mateo” se distingue en las obras más consistentes de la música nacional. Aquella exploración sin concesiones que desató en su mente y su guitarra (desde fines del sesenta), recién conocería sus secuelas más impactantes décadas después.
Cada día que pasa, descubrimos que este “padre del candombe beat” tiene más hijos.