De los escenarios a los sillones presidenciales
Por Diego Sebastián Maga
Alguna vez, el rock tuvo un capítulo uno. Así son todas las historias. Como fenómeno cultural nuevo, en aquella transición de los cincuenta a los sesenta, nadie sabía con exactitud si el cuento se consumiría en unas pocas páginas o se eternizaría. Actualmente, estamos más cerca de lo segundo que de lo primero.
No se si hablar de “eternidad”, pero al menos el rock goza de una larga vida. Dije “larga vida”. Tampoco hice un diagnóstico sobre que tan saludable se lo ve cuando carga con 50 años y está más cerca del geriátrico que del jardín de infantes.
Así son las cosas: el fenómeno ya no tiene la energía adolescente de sus orígenes pero si la experiencia acumulada en un ciclo vital que está entrando en su “tercera edad”. Basta ver que la mayoría de los próceres del “rocanrol” son más viejos que los presidentes del mundo (algo que –creíamos- jamás sucedería). Tanto así que Barack Obama podría ser el hijo de Keith Richards. Pero –más allá de paternidades biológicas-, Obama reconoció -hace muy poco- ser uno de los tantos hijos de los “Stones”. El presidente electo de los Estados Unidos, es un fanático incorregible (así lo ha declarado) de tipos como Mick Jagger, Steve Wonder y Bob Dylan. Estos tipos, sus canciones, sus discos, su prosa y sus ideas, configuraron la personalidad de una generación que actualmente toma decisiones en los más encumbrados círculos de poder.
El rock siempre se jactó de ser un movimiento contracultural o “un grito de libertad” para contrarrestar el conservadurismo de la época. El tiempo pasó, y llegamos a una era en donde esta música a veces es más conservadora que aquellos “poderosos conservadores” que decía combatir. El desgaste, el negocio o las transas, produjeron vaivenes en las convicciones del género aunque en el fondo, ese “aullido liberador” se puede escuchar nítidamente en las obras de los artistas honestos.
En este nuevo siglo, en que el rock dejó de ver a los líderes políticos desde fuera para formar parte de su ADN, su alma o su conciencia, es un momento ideal (e histórico) para saber si quienes gobiernan en el globo fueron transformados por ese “grito de libertad” y actúan en consecuencia o si en realidad ellos fueron quienes cambiaron al rock con sus sospechosas estrategias de dominación y lo volvieron un “gritito afónico”, sumiso, globalizado y que tiene que ver más con el mercado que con el arte.
Por Diego Sebastián Maga
Alguna vez, el rock tuvo un capítulo uno. Así son todas las historias. Como fenómeno cultural nuevo, en aquella transición de los cincuenta a los sesenta, nadie sabía con exactitud si el cuento se consumiría en unas pocas páginas o se eternizaría. Actualmente, estamos más cerca de lo segundo que de lo primero.
No se si hablar de “eternidad”, pero al menos el rock goza de una larga vida. Dije “larga vida”. Tampoco hice un diagnóstico sobre que tan saludable se lo ve cuando carga con 50 años y está más cerca del geriátrico que del jardín de infantes.
Así son las cosas: el fenómeno ya no tiene la energía adolescente de sus orígenes pero si la experiencia acumulada en un ciclo vital que está entrando en su “tercera edad”. Basta ver que la mayoría de los próceres del “rocanrol” son más viejos que los presidentes del mundo (algo que –creíamos- jamás sucedería). Tanto así que Barack Obama podría ser el hijo de Keith Richards. Pero –más allá de paternidades biológicas-, Obama reconoció -hace muy poco- ser uno de los tantos hijos de los “Stones”. El presidente electo de los Estados Unidos, es un fanático incorregible (así lo ha declarado) de tipos como Mick Jagger, Steve Wonder y Bob Dylan. Estos tipos, sus canciones, sus discos, su prosa y sus ideas, configuraron la personalidad de una generación que actualmente toma decisiones en los más encumbrados círculos de poder.
El rock siempre se jactó de ser un movimiento contracultural o “un grito de libertad” para contrarrestar el conservadurismo de la época. El tiempo pasó, y llegamos a una era en donde esta música a veces es más conservadora que aquellos “poderosos conservadores” que decía combatir. El desgaste, el negocio o las transas, produjeron vaivenes en las convicciones del género aunque en el fondo, ese “aullido liberador” se puede escuchar nítidamente en las obras de los artistas honestos.
En este nuevo siglo, en que el rock dejó de ver a los líderes políticos desde fuera para formar parte de su ADN, su alma o su conciencia, es un momento ideal (e histórico) para saber si quienes gobiernan en el globo fueron transformados por ese “grito de libertad” y actúan en consecuencia o si en realidad ellos fueron quienes cambiaron al rock con sus sospechosas estrategias de dominación y lo volvieron un “gritito afónico”, sumiso, globalizado y que tiene que ver más con el mercado que con el arte.